«No existe derecho sin objeto, el cual, en el matrimonio, se refiere a la persona de los cónyuges». Esto significa que la verdadera dimensión jurídica del consentimiento matrimonial no consiste en el intercambio de unas prestaciones recíprocas entre los cónyuges, ni en la exigencia de cumplir unos indefinidos e indefinibles derechos y obligaciones matrimoniales, porque es evidente que cuando los contrayentes se casan no se están intercambiando unos  «roles por cumplir», sino que se están entregando ellos mismos como esposos, como personas que tienen la capacidad de donarse por amor.

La naturaleza jurídica del pacto conyugal radica -precisamente- en la fórmula del consentimento matrimonial que se declaran  los contrayentes en la ceremonia nupcial: “Yo, ……….. me entrego a ti y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad y, así, amarte y respetarte todos los días de mi vida”.  Estas palabras tan conmovedoras se repiten continuamente en todos los lugares del mundo porque es posible que los contrayentes se entreguen mutua, sincera y recíprocamente para formar un matrimonio y una familia.

Es por esto que podemos afirmar, sin lugar a dudas, que el objeto del consentimiento matrimonial es el bien de los cónyuges (el bonum coniugum) y el bien de la familia (el bonum familiae). Esta es la explicación adecuada que el derecho debe hacer del matrimonio para abordar directamente y hasta el fondo la realidad vital del mismo. Aquí encontramos la diferencia entre la concepción «contractualista» y la visión «personalista» del matrimonio, pues en el concepto del matrimonio como «contrato«, los cónyuges al casarse, lo que se intercambiarían sería un «conjunto de derechos y obligaciones», los cuales una vez ya no se cumplan o no se quieran cumplir, puede rescindirse. Mientras que en la visión personalista del matrimonio como «alianza«, al casarse los contrayentes, los que se entregan son ellos mismos y su futuro posible y de esta manera se explica por qué el matrimonio tiene una vocación de permanencia y una relación de igualdad entre los cónyuges. Son dos visiones jurídicas (la contractualista y la personalista) radicalmente opuestas de concebir el matrimonio y el objeto del consentimiento matrimonial.

¿Qué es lo que hacen un hombre y una mujer cuando realmente se casan? ¿Constituir un «contrato matrimonial» donde los cónyuges se comprometen a unas indeterminadas e indeterminables obligaciones y deberes matrimoniales? ¿O a realizar unas acciones y prestaciones de dar, hacer o no hacer algo? Evidentemente no. En todo caso, el cumplimiento de esos deberes y obligaciones matrimoniales están implícitos en la búsqueda sincera, mutua y recíproca del «bien de los cónyuges», pero no son el objeto del consentimiento matrimonial,  ya que la voluntad de los esposos no tiene como objeto propio y directo ningún aspecto concreto de la vida conyugal. Lo amado conyugalmente es la persona del otro, porque el verdadero amor conyugal es personal.

La lógica jurídica de la donación matrimonial sostiene que una persona pueda entregarse a otra por amor.  Esto es digno, justo, posible y humano. Efectivamente existen fracasos matrimoniales, divorcios y  nulidades matrimoniales, pero esto no nos puede  crear una mentalidad pesimista del amor y del matrimonio.

Cuando  se casan los novios,  lo que se comprometen es a buscar el bien personal y el de su cónyuge. Es un bien no medido en términos utilitaristas porque no se trata de «utilizar al otro en beneficio propio» sino se trata de amarlo y respetarlo. Es por esto que el amor conyugal sí tiene un objeto: la donación de sí mismo, que en derecho matrimonial tiene un significado jurídico que es la alianza matrimonial. Donación personal que no puede ser entendida como esclavitud, dominio del otro, negación de la propia autonomía ni de la propia personalidad porque esto no sería digno de la persona humana. Esto sería utilitarismo y degradación.

La lógica de la donación (esto es, del amor) es irreconciliable con una lógica utilitarista. A las personas se les ama, no se les usa o utiliza. En el don de sí mismo, la persona no se pierde sino que se encuentra plenamente, se realiza, se perfecciona, es feliz.  Un matrimonio que vive la lógica del don, del amor y no la lógica utilitarista del egoísmo, es un matrimonio feliz y perdurable  porque tiene como objeto el «bien de los cónyuges», el cual no se puede medir ni cuantificar. La búsqueda y la realización del bonum coniugum es un acto de la voluntad que se renueva continuamente y se adapta a las cirunstancias del momento concreto; es por esto que el bien de los cónyuges es algo vital, flexible, renovable, dinámico, viene con la vida misma. No es algo rígido ni pre-determinado en una lista indefinida de «derechos y obligaciones». El amor conyugal y la donación personal irán determinando lo que es correcto y adecuado para la búsqueda del bien de los cónyuges y el bien de la familia.

Para donarse uno a sí mismo por amor hay que ser muy libre, hay que auto-poseerse y ser dueño del propio ser personal; por esto, casarse es un gran acto de amor, de libertad, de autodominio y de responsabilidad. Los dos contrayentes se dan y se aceptan de manera mutua y permanente, cada uno de ellos es el bien del otro y así existe un único bien que es exactamente la realización de los dos. Esto contiene una profunda dimensión de justicia que repercute no sólo en el bien de los cónyuges, sino que también se extiende al bien de la familia y de la sociedad.

El amor supone la justicia y por lo tanto el derecho, lo que comporta que el matrimonio es un amor libremente comprometido. El hombre y la mujer pueden proyectar y proyectarse en el futuro y ser capaces de concebir juntos un proyecto conyugal, asumiendo lo previsible y lo imprevisible. Esta vocación de compromiso y de permanencia del matrimonio es una posibilidad del amor verdadero de los esposos, no es una obligación impuesta por una creencia religiosa o una cultura determinada. Cuántos matrimonios duraderos y felices vemos realizados en parejas pertenecientes a diversas religiones, culturas, razas, creencias, incluso en parejas «ateas» o agnósticas, lo que demuestra que la búsqueda sincera del bien de los cónyuges es realizable y que la «civilización del amor» es posible y alegre.

El matrimonio tiene una dimensión familiar (personal y biográfica) y es por esto que la relación entre  los cónyuges, lejos de ser una relación «funcional» de roles, es una relación plenamente familiar que los hace llamarse «consortes», convirtiéndolos en los «primeros parientes». Como anécdota simpática pongo a «colación» lo que es muy común entre los españoles cuando preguntan a alguien cómo está su esposa: «¿Y cómo está la parienta?»  Lo que reafirma una vez más la «sabiduría popular».

Amar es vocación de todos, también de los esposos y de las familias. El amor conyugal, como todo amor es exigente y es verdadero cuando crea el «bien de los cónyuges» porque será una entrega sincera, cohesionada y permanente ya que ellos asumen también sus propias dimensiones temporales. De ahí esa preciosa frase que se dicen el día de la boda: «… y, así, amarte y respetarte todos los días de mi vida”. En esta historia interviene la naturaleza y la libertad que supone un proceso activo de construcción responsable por parte de los cónyuges. Supone un compromiso vinculante que se deriva de una elección amorosa. No es algo que se «impone» al varón y a la mujer, sino que éstos lo construyen. Y esto tiene sentido, no es algo absurdo. El matrimonio tiene un sentido y una finalidad acorde con la dignidad humana, por esto el matrimonio no es un absurdo, no es un simple hecho amoroso, sino que comporta un acto de amor que es el compromiso de asumir y entregar un futuro posible.

La realización del bien de los cónyuges, como objeto del consentimiento matrimonial, más que el «frio» cumplimiento de unos derechos y de unos deberes matrimoniales, exige el ejercicio de las virtudes humanas, lo cual resulta más atractivo, positivo y consecuente con la lógica de la donación personal. Quien se entrega por amor no «cumple» obligaciones sino que practica muchas virtudes humanas para lograr una buena convivencia matrimonial. «La virtud es el orden del amor»  y es posible para los esposos concebir un proyecto conyugal y familiar perdurable y, además, ser leales a ese compromiso a pesar de las muchas dificultades que puedan presentarse en el camino.

En el matrimonio y en la familia se da la solidaridad más espontánea y más responsable y se encuentra el sentido de pertenencia y de identificación más profundo y originario, donde se aprende que el amor no es algo abstracto e impersonal, sino una continua experiencia «del don de sí para el otro». El amor ordenado exige honradez, fidelidad, lealtad, paciencia, respeto, comprensión, tolerancia, entre otras muchas más virtudes humanas.

Vemos como  sexualidad, naturaleza, libertad y cultura se funden armoniosamente en la entrega sincera de los esposos que, por ser el objeto del consentimiento matrimonial, exige naturalmente que sea una entrega duradera e irrevocable. El  nº 11 de la Carta a las Familias dice: «…la indisolubilidad del matrimonio deriva primariamente de la esencia de esa entrega: entrega de la persona a la persona. En este entregarse recíproco se manifiesta el carácter esponsal del amor…»

Por: Patricia Alzate Monroy, Abogada y Doctora en Derecho

Por Patricia

14 comentarios en «El bien de los cónyuges es jurídicamente posible»
  1. […] Situaciones reales que no garantizan la monogamia del matrimonio Domingo, 7 Junio 2009 | Categoría: Derecho Canónico, Divorcio, Familia, Matrimonio – 59 lect. La propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad. Estas propiedades esenciales existen, no porque lo establezca la Iglesia (canon 1056) o una determinada confesión religiosa, sino porque dimanan de la naturaleza humana, de la dinámica natural del amor conyugal; esto quiere decir que se viven de una manera espontánea y no forzada o impuesta y esto lo entienden muy bien todos aquellos que saben amar y respetar a su cónyuge, es decir,  a esa persona elegida para compartir juntos el futuro y un proyecto de vida común. […]

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